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  • Foto del escritorEmilio Flores Escalona

Entre la fe y el tabú: el culto a la Santa Muerte

Por Aura Moreno, Alexandra Loé, Emilio Flores y Estefanía Varg


“Aquí no hay policías, aquí no hay delincuentes, aquí solo hay hermanos” suena el habitual aviso, grabado y repetido en un altavoz a los pies de la Santa Muerte, una efigie de 22 metros de altura construida en el centro de Tultitlán, municipio del Estado de México.


La figura es de fibra de vidrio y se abre de brazos en una postura que recuerda al Cristo Redentor. A sus pies se alcanza a leer un mensaje que advierte no robar a menos de que se quiera sufrir el enojo de “la Señora”



Foto sacada de: Diario Portal


Es domingo, día de misa. Decenas de visitantes se dirigen hacia al templo, y atraviesan el portón negro que funciona como entrada. Una vez dentro, el lote recuerda a un estacionamiento, el terreno es plano y está cercado por muros de concreto. En uno de ellos se encuentra un mensaje rotulado con letras de molde “BIENVENIDOS HERMANOS AL TEMPLO DE LA SANTA MUERTE INTERNACIONAL”. Al rótulo lo rodean graffitis alusivos a la “Niña Blanca” que van cambiando a lo largo del año; a veces son ilustraciones de ofrendas con motivos prehispánicos, otras, representaciones artísticas de “la Desdentada”.


Jorge Pérez atraviesa el portón antes que la mayoría; es el encargado de repicar la campana, y se asegura de llegar temprano. Hace 15 años “El Jorjais” era adicto a la heroína, una dependencia que lo llevó a delinquir. Ahora habla del pasado como un recordatorio de su fe; fue la devoción a la “Niña Blanca” lo que alejó del crimen, y de las drogas.


Son las once de la mañana, y una mujer embarazada entra de rodillas desde la calle, viene de la mano de su esposo, más de cinco perforaciones adornan su rostro sonriente.

Otra pareja se dirige al altar, lleva un pastel azul de crema con la imagen impresa de “la Huesuda”. Al fondo, una anciana en silla de ruedas es empujada por un familiar.


El olor a copal y el ruido de niños jugando comienza a inundar el templo. Frente a la efigie hay un semicírculo de estatuillas pequeñas. Los visitantes se acercan a la ofrenda, y dejan dulces, monedas, o tabaco.


Son las 12, y “El Jorjais” repica la campana, la misa ha dado inicio.


“Te rogamos, madre recibas nuestras súplicas en este día y te pedimos con toda la eucaristía, consuelo para tus desamparados…”, recita el orador, quien lleva una camiseta

negra bordada con las palabras “Templo de la Santa Muerte Internacional”, el nombre oficial de la página en Facebook.


Saúl Mendéz “El Mcarty Lenon”, amigo de Jorge, saluda a los recién llegados con cerveza en mano. “Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado, sea tu nombre…”, rezan todos.


Antes de que se acabe la misa hay un último campanazo, y después un silencio en el que la gente cierra los ojos, se hinca, murmura frases ininteligibles o lleva las palmas al pecho en un gesto de plegaria.


Al final, la multitud vitorea una porra, “¡Chiquitibum a la bim bom ba, Chiquitibum a la bimbomba… La Santa Muerte, La Santa Muerte, ra, ra ,ra!”.


Más tarde, se abrirá otra oración, mientras tanto, se forma una fila que incluye a niños y ancianos, quienes esperan una rebanada del pastel traído por la pareja.


“El Mcarty Lenon” se forma hasta el final, quiere llevar lo sobrante a sus vecinos migrantes de Venezuela. “Aquí todos nos conocemos y nos apoyamos”, dice mientras le da un sorbo final a su lata de cerveza.


***

“No es un culto nuevo y además no es un culto vinculado con la folclorización de la muerte, de las catrinas, de José Guadalupe Posada, o el Día de muertos [...] El culto a la muerte como tal es algo con una profunda raigambre mesoamericana en el mundo indígena, incluso contemporáneo”, explica Carlos[1]  Dávila, doctor en Antropología Social, y especialista en manifestaciones culturales contemporáneas, entre las que se encuentra la devoción a la Santa Muerte.


En realidad, el origen de esta devoción no es claro. Sin embargo, Roberto Garcés Marrero, autor de “La Santa Muerte en la Ciudad de México: Devoción, Vida Cotidiana y Espacio Público”, menciona que esta devoción no es autóctona de la capital, sino que es el resultado de una migración traída por la clase trabajadora de otros estados en la década de los cuarenta o cincuenta.


Entre 1950 y 1970, la Ciudad de México experimentó un boom demográfico que se desaceleró en los ochenta. Así, la desindustrialización de la ciudad desplazó a la población trabajadora a la periferia, en específico al Estado de México.


Carlos Dávila explica, “Me parece que conscientemente van eligiendo como puntos de ubicación estas periferias, como Tepito, Tultitlán y Ecatepec, que pueden ser periferias y centros al mismo tiempo [...] también están aquí en la esquina de mi colonia, están detrás de la escuela de antropología… están ahí porque no necesitan la estructura del templo, que ahora tiene connotaciones legales”


Dávila aclara que en su mayoría los altares se colocan en puntos domésticos. “Ahí está el culto, en el corazón de tu casa hay un altar [...] la existencia es sumamente ardua, está sujeta al azar, no sabes si vas a regresar a tu casa cuando sales en la mañana a trabajar, por lo tanto, necesitas tener la mayor cantidad de aliados posibles”, concluye.


***

Un chico de baja estatura, rubio y de cabello chino toma el metro línea B con dirección Ciudad Azteca. Después de 5 paradas, se baja en la estación Tepito. Sale de la estación y camina por el mercado: en el trayecto lo acompaña una canción de reggaeton que resuena de algún altavoz, así como los ocasionales gritos de “llegaron las nieves, lleve su nieve” o el reiterado “si no trae yo le presto, llévele, llévele”.


El barrio de Tepito es considerado uno de los lugares más peligrosos en México. La autoridad atribuye la violencia a los grupos de crimen organizado y narcomenudeo que controlan y se disputan el territorio.


Sin embargo, el andar del joven es ligero, lleva camisa blanca y shorts. Después de un rato, el ruido del mercado se reduce. Ha dejado atrás las lonas de plástico y el traqueteo de los diablitos sobre el pavimento.


El paso vehicular a la calle Alfarería está cerrado por dos patrullas. Las oficiales se recargan sobre el coche o platican entre ellas, sonrientes. Cerca de ellos, se encuentra un grupo de jóvenes que comparten un porro.


El chico rubio pasa de largo. Sobre la cuadra, hay dos altares y una capilla católica, frente a la cual disminuye el paso. Sin embargo, no se detiene y cruza la calle hacia lo que aparenta ser una florería.


Ramos de gerberas, rosas rojas, girasoles, claveles, y flores de tela negra adornan la entrada de este pequeño local. La puerta está abierta, el joven ingresa y se encuentra con alrededor de 20 personas: son niños, adultos y ancianos que voltean su mirada hacia la Santa Muerte, una representación tamaño real de una calaca cubierta por un velo negro. Entre sus dedos, los devotos han atorado billetes doblados de 200 y 500 pesos. También hay fotografías de difuntos, una está acompañada de un pequeño arreglo floral en el que se alcanza a leer el agradecimiento “Gracias por todo familia Guzman Lopez”.


Al llegar ante el altar, el joven extiende la mano, y toca el escaparate de vidrio que protege a la estatua. Con la palma extendida, agacha la cabeza. A su lado, un hombre alto y moreno, completamente vestido de negro, coloca un ramo de rosas rojas en la ofrenda junto a veladoras, cigarros, cervezas y licores de caña. En otro extremo, un señor lee desde un cuaderno una serie de letanías, “ser tolerante sin ser cobarde / quítame cualquier sentimiento de venganza.” Por cada oración que termina, las personas dicen un Padre Nuestro. Los devotos agachan la cabeza, algunos se mantienen en pie afuera del local: no alcanzaron lugar dentro. Con la palma en el pecho, persiguen las palabras del “rosario”.


Es esta la misa a la Guadalupe González acude todos los domingos. Generalmente, empieza a mediodía y no dura más de 40 minutos; hay creyentes que tan solo asisten, se persignan, y se van. Lupe intenta quedarse lo que duran los “rosarios”.


Una familia llega al lugar. “Buenas tardes” dice el padre de familia, “Buenas tardes” le contestan en coro. “Con permiso eh”, la familia entra y se persigna. Más tarde, el padre comprará una veladora en la tienda del altar y la dejará en el piso con las otras.


- ¿Alguien tiene cerillos?

- Sí, yo.


El chico rubio sonríe y se los entrega.


Antes de partir, el padre le pregunta a su hija, “¿Ya te persignaste?”, a lo que la niña asiente con desinterés. El padre repite la pregunta, la niña lo voltea a ver y contesta, “Qué sí”.


Se despiden con un hasta luego y los devotos corresponden. Unos minutos después, llega otra pareja con dos hijos. Repiten el recorrido de la familia anterior y se despiden con un “Bonita tarde, adiós”.


En una de las paredes se ha colocado un letrero, “Se prohíbe tomar y drogarse aquí”. Sin embargo, el lugar huele a marihuana.


Enriqueta Romero, que ahora está sentada en una silla en la esquina del local, mira a los jóvenes fumadores con desaprobación.


Doña Queta, como la conocen en la comunidad tepiteña, fundó este local en el 2001, como una respuesta al llamado de la “Niña Blanca”.


“Yo nací católica y católica me voy a morir. Quiero mucho a Dios, a la Virgen de Guadalupe, a la Corte Celestial… pero a la vuelta de los años, la muerte llegó a mi vida y la agarré”, Doña Queta menciona que no le toca a ella juzgar si delincuentes llegan también a rezarle.


***


Es la mitad de la tarde, y Guadalupe González espolvorea alimento para plantas en una cubeta de plástico, cuyo fondo está cubierto de agua. Con las manos curtidas, y un delantal que forma parte de su uniforme de trabajo, Lupe coloca un ramo de gerberas en el balde. Son las flores que más tarde colocará en el altar.


“Mi petición a la Santa Muerte, o ‘la Flaquita’ como le decimos aquí en la casa,  fue que me diera un hijo, quería un niño. Durante siete años traté de embarazarme y no podía, el doctor dijo que no sería imposible, pero sí muy difícil.”


En aquel momento, Lupe tenía 40 años, y la posibilidad de quedar embarazada era baja;  tendría que someterse a caros tratamientos de fertilidad, o como ella dice “casi casi volver a nacer”. 


Y lo había intentado, le había rezado a Dios. En un inicio, Lupe se resguardó en el catolicismo, su religión de cuna, pero las plegarias no obtuvieron el resultado que ella deseaba y se apartó.


Entonces, recurrió a la “Niña Bonita”, la “Madrina”, la “Huesuda”, la “Señora”.


“Mucho ojo, porque no le prometí nada a la Santa Muerte. Solamente platiqué con ella y le pedí que me diera un hijo, le dije ‘Si me vas a dar un hijo dámelo ya y si no llévame mejor’”, sus palabras son tajantes, y las pronuncia con el cuerpo inclinado. No admite réplica.


A la semana siguiente de esta petición, una empleada suya llegó al puesto de juguetes, y llorosa, le explicó que estaba embarazada. El padre, un franelero del mercado, no se quería hacer responsable del bebé.


“Yo le dije que me lo quedaba, la mantuve nueve meses, y pagué todo lo necesario, y un día de la nada me dio las gracias y se fue.” Después de que la joven diera luz al bebé y lo dejará a su cuidado Guadalupe González no volvió a saber nada de ella. Le han contado que se fue con un aguacatero, trabajador del mercado.


Ahora, como agradecimiento, Lupe tiene dos altares: en su trabajo, y casa.


Es común que la gente murmure al pasar por su puesto, un local de juguetes, en el que se erige un altar con más de diez figuras de la Santa Muerte.


“Tenían la idea de que les iba a pasar algo por no llevarse conmigo, por no obedecerme, pero ya se acostumbraron y se calmaron las aguas”, concluye Lupe. Desde aquel momento han pasado 32 años.


***


“No temas donde vayas porque morirás donde debes”, es uno de los manifiestos de este culto. Está escrito en los altares y en las veladoras, como un recordatorio que les enseña a sus devotos a reconciliarse con la muerte.


Para los creyentes, la muerte no es motivo de tristeza y llega cuando debe. Tal es la visión de Margarita Villanueva, cuyo hijo falleció de cáncer en el estómago.


Es viernes y Lupe ha organizado el velorio a dos calles del Mercado Escuadrón 101, en su casa.


Ahí hay un altar al que acuden sus amigos y familiares a orar. Pero el día de hoy, se reúnen para conmemorar al difunto. “Hace cuatro años, un doctor del Seguro Social le diagnosticó cáncer en el estomago a mi hijo. Me dijo que había necesidad de extirparlo. Me asusté mucho”, Margarita relata el suceso mientras prende una veladora.


Lupe ha colocado el altar al fondo del garaje; es una réplica de aquel que tiene en su lugar de trabajo, la única diferencia es la vestimenta de la “Flaquita”: aquí está vestida de virgen, con un manto azul y una túnica blanca. La rodean flores, veladoras, caballitos de Tequila, una hogaza de pan y un puro.


Margarita continúa su testimonio, “Hablé con mi familia y con todos los que nos rodeaban. Una persona me aseguró que no era preciso que lo operaran, que un milagro me lo podía salvar. Me llevó a la casa de otra persona, y ahí me encontré a la Santa Muerte.”


Cuando vio por primera vez a la “Niña Blanca”, doña Margarita se asustó, pensó que una “calaca” no la podría salvar. Sin embargo, fue perdiendo el miedo, “mi fe creció y los tumores en el cuerpo de mi hijo se hicieron más pequeños” confiesa.


Para ella, la oración a la “Santa Señora” le permitió sobrellevar la enfermedad y ahora muerte de su hijo.


“La “Flaquita” lo ayudó a no sufrir más”, concluye. A Margarita la abrazan, la escuchan, le agarran la mano: ella les agradece. Durante el velorio se escuchan letanías suaves; las visitas llegan vestidas de calle, aquí no hay atuendos negros, vienen del mercado, del trabajo.

 

Juan Manuel Pérez, uno de los devotos más activos en el círculo de Lupe, explica:


“Siento que ella me eligió y yo la elegí. La fe de uno mismo es lo que hace que ella se mueva a tu favor. Me ha tocado ver la silueta de la Santa aquí en el mercado, entre la gente. Cuando la miro siento paz, siento que no estoy solo y que hay una persona que me acompaña. Hasta la fecha sé que puedo caminar tranquilamente, y darle las gracias por tanto. La tradición es la misma solo se le reza a algo diferente.”


Si bien para los devotos, la reconciliación con la muerte los lleva a un estado de paz, para Ricardo Duarte Bajaña es el ejemplo de cómo este culto nace del miedo.


“Hay personas que utilizan la Santa Muerte como un mecanismo de protección, para que les vaya bien en la vida, para que no los maten, para asegurarse… pero considero que no se trata de demostrar sí funciona o no funciona. Creo que el culto a la Santa Muerte recurre a prácticas para obtener un beneficio muy capitalista. Y están atravesadas por mucho miedo.” explica el doctor en Antropología Social por la Universidad Iberoamericana que ha indagado en las relaciones de seres humanos con fuerzas desconocidas.


***[2] 

En el 2006, bajo el gobierno de Felipe Calderón se declaró la “guerra contra el narcotráfico”, una estrategia en la que se utilizó la fuerza militar para “combatir” el crimen organizado. En su lugar se dejaron[3]  desaparecidos, muertes ocasionadas por fuego cruzado y múltiples violaciones a los derechos humanos.


También se quemaron altares. La asociación de la Santa Muerte con una secta “narcosatánica”  llevó a las fuerzas federales a destruir alrededor de 36 capillas en las ciudades de Nuevo Laredo y Tijuana.


En el 2009, los devotos salieron al Zócalo de la Ciudad de México a protestar en contra de esta “persecución religiosa”. Durante la manifestación se utilizaron pancartas que rezaban, “Creo en la Santa Muerte y no soy narco”.


Quince años después, durante el debate a la presidencia, la candidata a la presidencia Xóchitl Gálvez presentó un gráfico con una calaca acompañada de la leyenda “un verdadero hombre nunca habla mal de López Obrador”, con la cual declaró:


“Tú eres la candidata de un narco partido porque esta es la promoción que hace Morena en las redes sociales y además le rinden culto a la Santa Muerte. ” La candidata planteó esta declaración como un ataque a su oponente, la candidata de Morena, Claudia Sheinbaum.


Con un resoplido que remarca su malestar, Guadalupe Gónzalez hace referencia a esta mención:


“La gráfica ni siquiera representa a la Santa Muerte. Xóchitl es una ignorante, y solo perpetúa el perjuicio hacia nuestra creencia. Es peligroso que nos asocien con el narco, y sobre todo que vinculen la política con la religión.”


***

Es el martes previo al 30 de abril, día en que se festeja el Día del Niño. En su local, Lupe envuelve regalos con rapidez, y atiende a los adultos que llegan a preguntar por el precio de los juguetes. En las pausas, Lupe narra cómo tienen que ser cuidadosos con las personas que admiten en sus “rosarios”. La vendedora de juguetes reconoce que si bien la Santa Muerte no discrimina a sus devotos, la relación con el narcotráfico nunca les ha traído nada bueno.


“Hace tiempo, nos enteramos de que habían aprehendido a un hombre en su casa, cerca de aquí. Llegó una camioneta, con tipos que vestían normal y se lo llevaron. Días después, llegó su esposa a rezar con nosotros. Aquí todos la consolamos, la abrazamos, le ofrecimos nuestro apoyo, pensamos que habían secuestrado a su esposo. Resulta que el esposo era el secuestrador… se lo habían llevado las autoridades en un operativo encubierto.”


En la comunidad de Guadalupe, tienen lineamientos; maneras de protegerse, “Si aceptamos a los criminales, sabemos que luego sus enemigos pueden venir a destruir nuestros santuarios.”


La mediatización de la Santa Muerte se ha limitado a su relación con el narcotráfico y la santería. La realidad es que en su mayoría las peticiones a la “fiscal kármica”, como le llaman sus asiduos, giran en torno al amor, la salud y la abundancia.


Más allá de su relación con el crímen, para el antropólogo Carlos Dávila, “estos cultos se meten mucho al alma de la gente en tiempos de crisis [...] en tiempos en los cuales las respuestas no llegan tan fácil y donde lo único que vas cargando todos los días es tu muerte”.

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